Nueva Modulación De La Misión Universal: El Escenario Abierto Por La Pandemia Del Covid-19

La forma de la misión universal de la Iglesia, hay que repetirlo continuamente, se va modulando al ritmo de los tiempos, de las circunstancias y de la conciencia que la Iglesia va desarrollando en su devenir histórico. Por eso ha de estar muy atenta a discernir e interpretar los signos de los tiempos. En la actualidad estamos inmersos en uno de esos fenómenos que puede ser considerado como signo de un tiempo nuevo e impredecible que marcará sin duda el camino de la Iglesia y su misión en el mundo.

La pandemia del COVID-19 (de efectos y repercusiones mundiales) ha irrumpido de modo avasallador alterando la estabilidad y las perspectivas de una humanidad (la parte rica y dominadora) satisfecha en su progreso y en su bienestar. El hecho de estar inmersos en un fenómeno tan complejo dificulta una perspectiva y una valoración adecuadas. Pero ya es importante que tomemos nota de que nos ha situado en un escenario que es impredecible e incontrolable. A la vez ha hecho patente que la humanidad entera se encuentra en el mismo barco y que, como ha repetido el papa Francisco, o nos salvamos todos o nos hundimos todos. La Iglesia no puede eludir su responsabilidad, porque está en juego el cumplimiento de su dimensión universal y católica así como de su envío misionero.

1. Un acontecimiento singular e inédito

Numerosos pensadores e intelectuales, como no podía ser de otro modo, se han apresurado (y aventurado) a analizar el verdadero alcance y el auténtico significado de lo que ha sucedido. Todos reconocen la transcend-encia de lo acontecido, incluso coinciden en una serie de constantes. Desde nuestro punto de vista tiene especial interés el esfuerzo de quienes buscan perfilar de modo más preciso la peculiaridad de este acontecimiento. ¿Qué hay de singular e inédito en esta pandemia? Esa peculiaridad podrá ofrecer una clave decisiva para la comprensión del hecho, para adoptar las actitudes convenientes y para asumir algunas opciones fundamentales.

A lo largo de la historia ha habido numerosas pandemias y epidemias, con enormes repercusiones en la vida de la sociedad, así como guerras y catástrofes naturales que han alterado el ritmo normal de la vida. Es importante por ello preguntarse si la actual pandemia es una más en esta triste serie de desgracias o si encierra algún aspecto singular que por ello debe ser tenido especialmente en cuenta en el momento del discernimiento, ya que ello deberá ser tenido en cuenta en la modulación de la misión universal de la Iglesia.

A nuestro juicio la singularidad del hecho es identificada desde tres perspectivas de carácter general que afectan a nuestra civilización y una más directamente referida a la Iglesia.

a) Es valorado como un hecho de repercusión histórica en cuanto marca el paso del siglo

Ya va siendo abundante la literatura al respecto tanto en el ámbito eclesial como en el cultural. No podemos detenermos en ello. Simplemente hacemos referencia expresa a tres publicaciones de autores conocidos: B.H. Lévy, Este virus que nos vuelve locos (La Esfera de los Libros, Madrid 2020), E. Morin, Cambiemos de vía. Lecciones de la pandemia (Paidós, Barcelona 2020), D. Innerarity. Una filosofía de la crisis del coronavirus (Galaxia Gutenberg, Barcelona 2020).

XX al siglo XXI (de modo análogo a lo que sucedió con la primera guerra mundial, que cerró el siglo XIX para abrir el escenario del siglo XX). En este caso la pandemia adquiere tal relieve porque ha agudizado y aglutinado otras crisis latentes o patentes (cambio climático, movimiento migratorio, distancia entre países ricos y pobres…) haciéndolas estallar de modo unificado e incontrolable y por eso haciéndonos entrar a todos en un mundo distinto y desconocido. Esta inflexión es diversa de la que se produjo con ocasión de la primera guerra mundial: después de esta se era consciente de que se iba a entrar en un mundo distinto, pero en cualquier caso estaban más claros e identificados los criterios de actuación. Por eso surgieron “los alegres años veinte”. ¿Se repetirá ahora el mismo proceso o seremos capaces de introducir perspectivas novedosas y renovadoras?

b). El aspecto de singularidad queda acentuado cuando se constata que esta experiencia es una transición que deja atrás el mundo tal como lo conocíamos y lo vivíamos. Como dice D. Innerarity, no es el fin del mundo, pero sí el fin de un mundo: el de las certezas y la autosuficiencia, lo cual significa que no es solo un problema epidemiológico sino epistemológico: nos vemos obligados a pensar de otro modo el mundo y por tanto nuestro modo de habitarlo.

El fin de un mundo queda subrayado si evitamos explicar y entender lo sucedido en base a razones o causas individuales u ocasionales, al azar o la causalidad; en realidad hay que partir de la estructura sistémica, es decir, es el sistema en cuanto tal el que ha quebrado, como observa S. Zamagni, presidente de la Pontificia Academia de Ciencias Sociales. La pandemia debe ser vista como consecuencia lógica o previsible de ese sistema, lo cual implica que no hay otra salida que cambiar de paradigma, porque con ello cambiaría el sistema. Efectivamente la pandemia del Covid-19 no ha irrumpido de modo imprevisto e inesperado más que para quienes no querían mirar la realidad dado que estaban presos en el paradigma dominante.

Para comprender lo que queremos decir baste una referencia. En 1969 W. Stewart, cirujano general de los Estados Unidos, declaró en el Congreso de su país: «La guerra contra las enfermedades infecciosas está ya ganada», por tanto ha llegado el tiempo de retirar los libros que tratan de estas cuestiones. De hecho algunas Medical School fueron cerrando los años sucesivos los departamentos de enfermedades infecciosas. Esta dinámica refleja la ilusión que envolvía las previsiones y las expectativas de la humanidad: la tecnociencia ofrece cada vez con más seguridad la liberación de los males que vienen afligiendo a la humanidad.

La realidad se ha encargado de desmontar la facilidad con la que los seres humanos buscan refugio en los mitos y se dejan tentar por soluciones superficiales y cómodas. Esta pandemia no es algo meramente casual ni algo que irrumpe sin causas previas, y mucho menos un castigo de Dios. La “casualidad” va gestándose en el caldo de cultivo de la vulnerabilidad creada por los hombres como consecuencia de sus relaciones con el ambiente, con las otras especies y entre ellos mismos; los microbios son seres cuya evolución les ha permitido adaptarse a los nichos ecológicos preparados paulatinamente por los hombres que viven en sociedad; los virus se han expandido como lo han hecho porque han encontrado un ámbito adecuado en el tipo de sociedad creado por la humanidad: megalópolis inhumanas, aumento endémico de las desigualdades sociales (que repercute por ejemplo en el tipo de alimentación de los más pobres), una urbanización frenética que no sólo destruye los hábitats animales sino que altera el equilibrio ecológico…

La pandemia no irrumpe por puro azar o de modo inopinado. De ello se deriva una doble consecuencia: a) no se quisieron escuchar las alertas que advertían de la necesidad de

adoptar determinadas líneas de actuación, como el informe de la Organización Mundial de la Salud A World at Risk de septiembre de 2019: existen «patógenos de fuerte impacto sobre la respiración, que generan graves riesgos globales para el mundo actual»; b) no se debe recurrir de modo simplista y cómodo a la metáfora del túnel para describir el proceso de salida o de superación de la pandemia; el túnel trae a la imaginación la idea de oscuridad pero también la de una luz que se encuentra al final para iluminar la recuperación de la normalidad anterior; ahí se encuentra el error: alimentar la sensación y la expectativa de que la situación presente es un paréntesis, que después volveremos a encontrar el mismo mundo aunque más empobrecido (si bien con el deseo de una recuperación económica que vaya atenuando los sufrimientos padecidos).

Resulta llamativo y sorprendente (como subraya sobre todo B.H. Lévy) el miedo que repentinamente se abatió sobre la humanidad, de modo especial en las sociedades más desarrolladas y acomodadas, en la sociedad del bienestar. Ante el peligro que amenazaba a la salud la angustia penetró los corazones de la mayoría de la población. El pavor no quedó aminorado o suavizado ni siquiera por la constatación de que los países ricos contaban con mejores instalaciones sanitarias, con más recursos económicos, con tecnologías más sofisticadas, con mayor capacidad para la organización de medios y de abastecimiento…

El carácter “pacífico” del virus provocó desde el punto de vista psicológico efectos más devastadores que un conflicto bélico: hemos asistido al triunfo absoluto de la cultura terapéutica, que es a la vez el triunfo del narcisismo, del nuevo individualismo que rige nuestras sociedades avanzadas. La salud (la salud propia) está por encima de todo y de todos y debe ser defendida a costa de todo y de todos.
Ello provocó un doble efecto que permite hablar de una acción devastadora (sobre las actitudes y las psicologías) con repercusiones impredecibles no sólo a nivel económico.

Por un lado se han creado las bases para la sustitución del contrato social (que se encuentra a la base de nuestras democracias occidentales) por un contrato vital, dado que lo más importante es la salud, la población está dispuesta a renunciar a (parte de) la libertad con tal de que las autoridades (o quienes dispongan del poder o de los medios adecuados) solucionen el problema sanitario y garanticen los medios de subsistencia. Como se ve con claridad, estas actitudes ponen en riesgo la base de los sistemas políticos tan trabajosamente construidos y a la vez tan frágiles y precarios.

Por otro lado la focalización en la amenaza del virus concreto (el que nos afecta o puede afectar directamente a nosotros) hace olvidar otras pandemias o tragedias que siguen golpeando numerosos lugares de la tierra. Ante el covid-19 se corrió un tupido velo sobre las guerras persistentes, sobre los movimientos migratorios, sobre los campos de refugiados… El egoísmo de los individuos alimentó el egoísmo de las naciones, que no sólo disminuyeron sus ayudas al desarrollo sino que se lanzaron a la conquista de vacunas postergando a los habitantes de los países pobres.

d) La fuerza desestabilizadora de la pandemia cayó también sobre la Iglesia alterando de modo radical el curso de su presencia y de su actividad en la sociedad. Ante una realidad tan compleja y tan imprevista su reacción es susceptible de análisis y de valoraciones diversas. Es indudable que también ella cayó en un estado de perplejidad y que (según muchos) puso al desnudo numerosas carencias. No pocos cristianos, también pastores, cayeron en el desánimo y en la angustia. De modo admirable se potenció la respuesta caritativa, la atención social, la cercanía a los enfermos y a los agonizantes, en ocasiones arriesgando la propia salud. Esto no es algo inédito, porque constituye una constante en la historia de la Iglesia. Asimismo hubo iniciativas numerosas para recurrir a nuevas tecnologías para hacer presente de algún modo la vida parroquial litúrgica y comunitaria. Sirvió por tanto para dar pasos en el mundo digital.

Ahora bien, en el caso de la Iglesia existe un aspecto singular que no puede ser ocultado. El confinamiento trajo consigo, en los momentos más duros de la clausura en los domicilios, la supresión del culto público; la posterior flexibilización toleró la presencia de quince o veinte personas en los templos durante las celebraciones litúrgicas. El aspecto singular radica en que por primera vez, en países democráticos, las autoridades civiles decidieron suspender la eucaristía dominical, que quedó catalogada como “actividad no esencial”. Resulta sorprendente (y ambigua) la normalidad con la que inicialmente se asumió aquella situación, sin percibir las repercusiones que ello provocaría en la conciencia eclesial. ¿No es esencial para la Iglesia (y para la sociedad secular) la celebración de la eucaristía dominical? No olvidemos que esta no es un rito que se debe repetir, una norma que hay que cumplir O una costumbre rutinaria. La eucaristía hace la Iglesia. Ello no puede ser relegado a lo secundario o prescindible. Además ¿no es en los momentos de mayor angustia o soledad cuando la Iglesia debe abrir sus puertas, también la de los templos? No obstante no es un tema que podamos desarrollar en este momento y en este contexto. Lo que nos interesa es señalar que una Iglesia perpleja y desestabilizada es la que tiene que asumir su responsabilidad en un escenario transformado a nivel universal.

2. Una civilización (y sus protagonistas) en la encrucijada

Todas las reflexiones coinciden en una serie de constataciones que conviene recordar, aunque sea de modo breve dado que son suficientemente conocidas, previsibles ycompartidas. Es ampliamente repetido el hecho de que la pandemia ha provocado una situación desconocida, pero que en realidad no ha sido el virus el causante. La pandemia no ha hecho más que des-velar lo que ya estaba presente, hacer patente lo que no se quería ver o reconocer, porque ello debería haber provocado cambios no deseados. Como se ha escuchado en este periodo, la anormalidad es lo que había antes.

La lógica de nuestra civilización ha quedado puesta al desnudo desde distintos ángulos de consideración. Señalaremos dos especial-mente relevantes. Por un lado, hace patente el carácter in-sostenible de un modo de vida, porque rompe el equilibrio de las relaciones en las que existe el ser humano individual y la humanidad en su conjunto. Por otro lado, ha provocado que un tipo humano, seducido por el sueño de la omnipotencia y de la inmortalidad, se haya debido confrontar de modo abrupto con la vulnerabilidad y con el límite, que son dimensiones constitutivas del ser humano. La experiencia reflejada en la tragedia griega se ha impuesto con toda su crudeza: la hybris, la desmesura incontrolada, acaba desatando fuerzas oscuras y desconocidas que se abaten sin misericordia sobre el ser humano. También ilumina esta situación el relato bíblico del Génesis: el sueño (o la fantasía) de ocupar el puesto de Dios abre el espacio para que se haga presente la serpiente que de modo inexorable obliga a Adán a reconocer su desnudez.

El desarrollo y el progreso que han ido generando de modo tan admirable los esfuerzos de muchas generaciones desembocan en una curiosa paradoja, que cada vez se hace más aguda. Al contemplar la evolución de la especie humana, del homo sapiens, parece un milagro el amplio abanico de la cultura humana, tanto en las artes como en las ciencias. La transformación de la naturaleza en cultura, la creación de un hogar para la felicidad, la configuración de nuevos estilos de vida, hace patente la singularidad de la especie humana. Resulta además sorprendente el ritmo acelerado y progresivo de los nuevos descubrimientos y de las nuevas aplicaciones técnicas. Basta pensar que el número de científicos y de investigadores ha ido creciendo en cantidad y en porcentaje.

Precisamente por ello se impone como una interpelación la paradoja que no puede ser eludida: cuanto más poder adquiere el ser humano más frágil se hace su modo de existencia y más inseguro el suelo sobre el que pisa: un “simple virus” puede deshacer el edificio que se consideraba una fortaleza (como podría suceder con la invasión de un “virus informático” que anulara las autopistas de la información); la humanidad sigue siendo incapaz para evitar situaciones de emergencia y de necesidad; cuanto más se niegue a reconocerlo con mayor fuerza se empobrece su experiencia (ya que reprime ámbitos o dimensiones que no quiere contemplar)…

3. Una encrucijada entre tensiones

Esta constante que acabamos de mencionar nos conduce a una encrucijada que debe ser analizada en toda su seriedad y gravedad. Precisamente, piensan los autores más sólidos y responsables, la pandemia ha obligado a experimentar la vulnerabilidad y a reconocer la enorme paradoja que hemos mencionado; ello se debe a la lógica interna de un tipo de civilización. Por tanto es evidente que se ha llegado a la encrucijada en la que se requiere un cambio de camino, un estilo distinto de vida.

Esta es la conclusión que se impone cuando se contempla la realidad de modo sereno y lúcido. Pero esa lucidez nos obliga a ver la complejidad del hecho y la lógica de fondo de la que tanto nos cuesta desprendemos: la hybris y la serpiente adoptan figuras y asechanzas diversas, pero no desaparecen. También en el núcleo de la encrucijada sigue actuando bajo forma de tensiones (perceptibles en los momentos más duros del confinamiento y que siguen actuando en el paso a la post-pandemia). Vamos a mencionar las tres tensiones que en este momento son especialmente activas y relevantes porque en su seno habrá de desplegarse el envío misionero de la Iglesia.

Seguimos atenazados entre la globaliza-ción universalista y los nacionalismos localistas.
La globalización es un desarrollo lógico de la modernidad, del triunfo de la tecnociencia y de la economía financiera. No debería sin embargo ser condenada y demonizada. Ha logrado una nueva experiencia de universalidad y de unidad de la especie humana, ha abierto posibilidades inmensas para la convivencia y para la comunicación. Pero a la vez no puede ocultar sus riesgos, su lado oscuro: genera nuevos tipos de exclusión y de marginación, acumula el poder en fuerzas anónimas que escapan al control de los ciudadanos y de las organizaciones estatales, puede imponer una uniformización ideológica y cultural, desarraiga a las personas de su tradición y sus costumbres, trastoca en soledad y aislamiento lo que parece comunicación continua, y puede finalizar en la globalización de la indiferencia.

La globalización hace brotar en muchos corazones miedo y resentimiento, lo que conduce a la reafirmación de lo propio y de la identidad, a la defensa irracional de lo local y de lo que diferencia. Esta dinámica conduce al renacimiento de nacionalismos, que corren permanentemente el riesgo del egoísmo, de la defensa del grupo contra lo universal o contra los otros. Tendencias que se manifestaban con intensidad antes de la pandemia perviven en los momentos en que hay que buscar soluciones sanitarias (vacunas) o económicas (fondos de apoyo), pues siempre quedan orillados los países o los grupos sociales más débiles y vulnerables.

La aspiración a una ciudadanía universal (desarrollo de la conciencia democrática) se ve frenada por la salvaguarda del propio interés, del interés del propio grupo o de la propia etnia.
Paulatinamente ha ido entrando en la conciencia humana como algo evidente que los seres humanos no deberían ser separados, segregados o excluidos a causa del color de su piel, de sus rasgos raciales o del lugar en el que han nacido. Desde estos presupuestos se reivindicaba una ciudadanía universal, en virtud de la cual todo ser humano debe disfrutar de los derechos básicos de salud, de educación, de cobertura legal… Los movimientos migratorios encontraban por ello más reconocimiento y comprensión, o al menos eran contemplados desde criterios morales más nobles y elevados.

La pandemia sin embargo ha frenado o ralentizado ese desarrollo. Ante la urgencia de defender el propio bienestar o el propio futuro no sólo han pasado a segundo plano esas preocupaciones sino que los otros, los extranjeros, son vistos como una amenaza, como competidores de bienes que resultan menos abundantes. Para gran parte de la población resulta inaceptable que puedan ser tratados con la misma atención que los propios del lugar. No encuentran oposición los intentos de recortar las ayudas a los países más necesitados, y por ello los gobiernos caen en la tentación de recortar los presupuestos en estos campos.

c. La ambigüedad inherente al ser humano se ha condensado en una expresión muy repetida: el hombre es capaz de lo mejor y de lo peor.

Entre los dinamismos que mueven la historia se encuentran personas concretas, que son las que deben asumir las decisiones más oportunas y las que actuarán en consecuencia. La cuestión decisiva por tanto consiste en saber si las personas concretas han hecho propia y profundizado la terrible experiencia de la pandemia. ¿Saldremos mejores o peores para afrontar un real cambio de rumbo?, ¿habrá que concluir que el mismo protagonista del periodo pre-pandemia es el que habitará el escenario postpandemia, con su misma ambigüedad?

La observación de la realidad ha conducido a una opinión prácticamente unánime: el ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor. Los ejemplos han sido patentes: por un lado, la dedicación de sanitarios y de tantos profesionales cuyo comportamiento ha rozado el heroísmo en el servicio a los demás; por otro lado, los actos de egoísmo y de aprovechamiento de la situación en favor de intereses económicos o políticos. Ha habido comportamientos profundamente ambiguos, que pueden ser interpretados como signos del cinismo o de la hipocresía de la sensibilidad actual. De modo especial conviene recordar el interés por ocultar el sufrimiento y la muerte, los hospitales y los ataúdes: por un lado se podría interpretar como el deseo de no sobrecargar la psicología de la población, pero por otro lado podría estar movido por el interés por negar los aspectos negativos de la realidad, el dolor de millones de personas directamente afectadas y la propia vulnerabilidad humana.

No nos detendremos en la enumeración de casos, pues cada lector podría añadir muchos. Pero es necesario traerlos a la memoria porque pone delante de nuestros ojos un aspecto central de la situación: ¿cómo es el tipo humano que ha padecido la pandemia?, ¿ha cambiado realmente respecto a sus opciones y actitudes anteriores?, ¿con qué disposición afrontará el futuro?, ¿se puede confiar en que saldremos de este momento dramático mejores y más fuertes (como gusta repetir el discurso político) o saldremos iguales “pero un poquito peores” (Houllebecq)?

Lo que está en juego es si los seres humanos serán realmente capaces de asumir la responsabilidad en el momento de encrucijada o por el contrario se intentará ante todo recuperar la situación anterior, para compensar las renuncias y las carencias de este periodo tan difícil? Ante estas cuestiones no se puede ocultar la ambigüedad de la situación: por un lado, como hemos visto, numerosos pensadores o ensayistas proclaman la necesidad de cambiar de rumbo, pero son muy pocos los que plantean de modo directo la necesidad de comprometerse en un proyecto educativo, dirigido especialmente a las nuevas generaciones, para que se pueda plantear con confianza un auténtico proyecto de futuro. Sólo así se crearán las bases para crear solidaridad efectiva entre generaciones. Precisamente cuando se es consciente de la fuerza de los dinamismos que nos han conducido hasta el presente se debería tener en cuenta el enorme esfuerzo que requiere configurar un modelo humano que sea realmente capaz de cargar con la realidad para encargarse de ella de un modo que esté a la altura de los riesgos y de las necesidades.

4. Re-visitando (¿y re-inventando?) La dimensión misionera

La Iglesia se encuentra compartiendo con la humanidad un escenario y una encrucijada que ha alterado profundamente sus tradiciones, sus costumbres y sus responsabilidades. La conmoción producida en la autoconciencia de nuestra civilización (especialmente en cuanto está impregnada por la modernidad) no es menor en la vida de la Iglesia. Ello deja ver que las comunidades eclesiales del mundo occidental se encuentran insertadas en la sociedad del bienestar, forman parte del establishment. La des-estabilización experimentada puede ser un signo de esa “mundanización” que los último papas han denunciado (con razón tanto Benedicto XVI como Francisco, cada uno desde su punto de vista, venían reclamando una reforma y una conversión que calificaban como des-mundanización). La re-invención de la misión universal debería comenzar por la des-mundanización, porque libera de los lazos que vinculan a la sociedad burguesa para abrir a la perspectiva de los otros y por ello a tomar conciencia de que el itinerario hacia el futuro debe hacer con ellos, con todos.

Ello debe acentuar el discernimiento en la Iglesia y la recuperación de su dimensión profética. La crisis actual es grave tanto en la Iglesia como en la sociedad. Pero desde el punto de vista de la Iglesia hay que destacar un doble aspecto que permite captar el desafío que se abre ante los cristianos: a) la sociedad puede centrar sus expectativas en la eficacia de una vacuna que permita retomar la recuperación económica, mientras que la Iglesia no puede apoyarse más que en el suelo firme de lo que constituye su ser Iglesia; b) si la Iglesia reconoce su propia identidad deberá aceptar que para ella la situación de crisis es una constante de su existencia, porque siempre debe estar a la escucha de la Palabra que reclama una fidelidad siempre más pura y transparente. Esa Palabra siempre la obligará a reconocerse como la que ha sido llamada y enviada al mundo entero. Por ello la tarea ante la que se encuentra no debería ser vista como algo extraordinario sino como una dimensión normal de su condición peregrina.

En este momento tan importante debemos tener en cuenta una constante de su larga historia: en los momentos de mayor incertidumbre ha sido precisamente el envío del Resucitado, la misión universal, el factor que la ha rescatado de sus miedos, de sus angustias y de sus tendencias a recluirse en el cenáculo. Puede servir como analogía ilustrativa un tema del que hemos hablado abundantemente con motivo del Mes Misionero Extraordinario convocado por el papa Francisco en 2019 para conmemorar el centenario de la carta apostólica Máximum Illud de Benedicto XV. Ésta surgió en virtud de factores muy concretos que, en aras de la brevedad, reduciremos a dos: a) superar la profunda crisis provocada en el campo misionero por la I Guerra Mundial, que había devastado no sólo las instalaciones sino también los recursos financieros y las vocaciones misioneras; b) los desajustes y las taras que habían ido produciéndose en un

modo concreto de realizar la acción misionera, especialmente la tentación del etnocentrismo, de los nacionalismos y de los particularismos. La propuesta del Papa actuó como catalizador de una revitalización misionera que abrió los caminos del futuro de la Iglesia, más universal y más católica. Si con motivo del centenario se realizaron numerosos actos que sirvieron para recordar y recordar, ahora, en la situación de la post-pandemia se presenta la ocasión para una actualización, para que sea verdaderamente un memorial (en el sentido bíblico). El Espíritu que sigue actuando en la Iglesia no dejará de depositar la semilla de nuevos carismas, que se traducirán en iniciativas renovadoras y creativas.

Si somos realistas y escuchamos las voces de quienes nos contemplan no podemos eludir las opiniones de quienes han observado a la Iglesia desde fuera durante los tiempos más duros de la pandemia. Dos filósofos, uno español y otro francés, han cuestionado el retraimiento de la Iglesia, por qué se hizo invisible, porque habló y actuó con retraso. Bajo este juicio cae también el papa Francisco. R. Argullol advierte que la dimensión religiosa ha resultado insignificante en este drama y que también Francisco quedó rezagado ante la presencia de otros líderes mundiales. De modo más directo B.H.Levy expresa su malestar ante un Papa que se alejó del contacto directo con el pueblo, que se comunicó solo por internet, que incluso ordenó quitar el agua bendita de las pilas, a pesar de que sucedía a alguien que al inicio de su pontificado había proclamado “No tengáis miedo” y de que él mismo como arzobispo de Buenos Aires había pisado los barrios más miserables y había tocado a los más pobres y enfermos.

Desde otra perspectiva L. Floridi, italiano profesor en Oxford, descubrió en Frattelli Tutti claves fundamentales y necesarias para salir al paso de las necesidades del momento.

Como dice J. Dotzler hablando precisamente de una Church in Crisis. Lessons for the Church from de Covid-19 Crisis el potencial en la Iglesia es más grande que los desafíos presentes en nuestro mundo: la crisis, aunque dolorosa, conduce a la claridad, porque la crisis deja de lado lo que no es esencial y nos empuja a centramos en lo que más importa, a planteamos las cuestiones más adecuadas; esto es ya un catalizador para el cambio, que debe orientarse sobre todo en tomo a dos coordenadas: a) al revelar lo diferenciador de la Iglesia ofrece la oportunidad para hacer de la Iglesia una comunidad de creyentes; b) en virtud de la compasión que mostremos seremos capaces de penetrar en un mundo roto y entrar en contacto con personas que nunca han puesto los pies en nuestros templos y que sin embargo agradecen nuestra presencia o apoyan nuestros compromisos. Cuanto más amplia sea nuestra mirada, podemos añadir, más sincera será nuestra compasión y más transparente nuestra misión. La misión universal revitaliza y rejuvenece nuestra Iglesia en cuanto Iglesia de Jesucristo.

En esta circunstancia histórica concreta la Iglesia católica debe reafirmar y ratificar la visión holística de la misión, abierta a la humanidad entera en todas las dimensiones de su existencia, centrada en la defensa de la integridad de la Vida, como don originario del Dios Trinidad cuyo ser es Amar. En momentos de calvario y de viacrucis la misión universal debe ser vivida y ejercida como un proyecto de resurrección (en expresión del mismo Francisco) para una humanidad dolorida y cansada. En esas llagas y esas expectativas, que en el momento actual unifican a la humanidad entera, se encuentra el escenario de la misión de la Iglesia. Las claves, los presupuestos, los objetivos y los criterios de actuación se encuentran magníficamente recogidos en Laudato Si y en Fratelli Tutti, a los que se debería añadir Querida Amazonia. Como signo de apertura y de sensibilidad ecuménica debería ser muy tenido en cuenta Juntos por la Vida, el último gran documento misionero del Consejo Mundial de Iglesias.
No podemos desarrollarlo con amplitud, pero

vamos a señalar los rasgos más importantes, conforme a los cuales hay que re-visitar y re-modular la sensibilidad holística a la que estamos llamados todos los cristianos desde todas las Iglesias, con la mirada puesta en todos los rincones de la tierra.

1. La compasión, como decíamos, constituye la ortopatía, que no puede quedar ocultada por la ortodoxia y la ortopraxis; el justo sentir se produce cuando el creyente se deja afectar, se siente afectado, por el dolor y el sufrimiento del otro; así se rompe desde dentro la tentación y la seducción de la globalización de la indiferencia.

2. No se puede caer en la indiferencia cuando se descubre y se vive la fraternidad universal, es decir, la valoración del otro como hermano, porque ello empuja a la projimidad, a acercarse a quien se encuentra en la orilla del camino, que debe ser integrado en la familia de Dios.

3. La fraternidad universal el cristiano la vive como experiencia (y por ello como responsabilidad) de filiación: la razón, dice Francisco, puede llegar a justificar la igualdad, pero la fratemidad/filiación muestra toda su hondura a quien descubre a Dios como Padre, que se ha revelado en el Hijo, el cual ha llegado a identificarse con el enfermo, el pobre, el encarcelado…

4. De este modo queda reafirmada y reconocida la dignidad de todo ser humano, precisamente en lo que tiene de diferente, por sus creencias o sus prácticas religiosas: la estima de la fe de los otros es elemento constitutivo de la especificidad cristiana y garantía de su credibilidad (H. de la Hougue) en el testimonio; la dignidad del ser humano debe ser defendida también frente a las manipulaciones ideológicas producidas por una globalización unilateral, que puede socavar las bases de un sistema democrático cuando los poderes anónimos encuentran una sociedad acobardada odebilitada.

5. La misión universal debe contribuir a la configuración de un modelo antropológico acorde con las necesidades de los tiempos y con las amenazas mencionadas; es la ecología integral (o antropología ecológica) que articula de modo armónico la relación con los otros, con la naturaleza, consigo mismo y con Dios. Desde este presupuesto se logrará la solidez y la consistencia para que los seres humanos carguen con la realidad y se encarguen de ella. En consecuencia habría que apostar por la educación de las nuevas generaciones, para que no queden presos de sus deseos y se abran a la solidaridad entre países y generaciones.

6. Como signo de apertura, y de acercamiento a los otros y distintos, toda iglesia local debe acentuar su comunión con las otras iglesias, mediante el intercambio de bienes, la comunicación constante, la colaboración en sus necesidades evangelizadoras…; este tipo de gestos no son simplemente un testimonio en el espacio público, sino que son un ejercicio continuo de reconciliación de las diversidades, de recreación de la unidad… La comunión de iglesias, en cuanto éstas se dejan afectar por el dolor de las otras, deben acentuar la dimensión profética en el escenario global.

7. En este marco el misionero adquiere una enorme relevancia comunional y profética: en cuanto enviado (ad gentes) adopta la actitud del servicio y de la generosidad, de la escucha y del diálogo (ínter gentes), como expresión de una Iglesia católica que vive la misión universal.

Ref: (Misiones Extranjeras, N° 296, Enero-Marzo 2021, pp.7-18)

An English translation of this article will be available soon on SEDOS Website.

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