La Comunidad Eclesial en Camino de Transformación

Un Cambio de Paradigma Misionero

Samir García Valencia


Introducción 

La comunidad eclesial en su camino misionero ha constatado, en los diversos momentos históricos, la necesidad de transformación, nada ha sido estático. Del judaísmo se dio paso a la novedad del Evangelio, del temor a la persecución los seguidores de Jesucristo pasaron a arriesgarse con total libertad dispuestos a entregar su vida si las circunstancias lo exigían, nada frenó su valentía e intrepidez por anunciar la experiencia de la Resurrección. 

A inicios del siglo IV, en el año 313, el emperador Constantino firma el Edictum Mediolanense o la llamada “toleración del cristianismo” abriendo paso a una nueva época en la vida de los creyentes en Cristo. Seguidamente, en el año 380, el cristianismo se convierte en la religión oficial del imperio romano con el que iniciaba un periodo claramente controvertido que se debatió entre el poder temporal y el poder espiritual, es la época de los grandes concilios, del cisma entre oriente y occidente, de las cruzadas, también de figuras santas que conservaron el tesoro del Evangelio. 

Y después de casi diez siglos de una senda compleja y discutida para la historia de la Iglesia, llegan algunos acontecimientos que lentamente comienzan a ser impulsores de lo que en la modernidad se llamará el “fenómeno global”; como lo fueron la “peste negra” (1347-1350), la invención de la imprenta en occidente por el Alemán Johannes Gutenberg y su importante rol al imprimir la primera Biblia en 1456, el “descubrimiento” del continente americano el 12 de octubre de 1492, la publicación de las 95 tesis de Martín Lutero el 31 de octubre de 1517, entre otros sucesos que abrían paso también al humanismo, que han sido significativos para marcar una era nueva en el mundo y evidentemente en el proceso de transformación de la Iglesia Católica.

Sobre todo, es en el siglo XXI cuando se da inicio a una marcha claramente renovadora en la vida de la Iglesia. La revolución industrial iniciada en la segunda mitad del siglo XVIII (1760), la primera guerra mundial (1914-1918) y la segunda guerra mundial (1939-1945) son los hechos más relevantes que exigieron una nueva orientación. En efecto, tras estos complejos sucesos mundiales, la Iglesia fue convocada por el Papa Juan XXIII a celebrar el Concilio Vaticano II (1962-1965) que marcó definitivamente la transformación o el cambio de paradigma en la realización de la tarea esencial de la Iglesia confiada por Jesús a sus discípulos, después de la Resurrección: «vayan al mundo entero y proclamen la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15).

El año 1965 en que concluye el Concilio Vaticano II es el punto referente de un impulso que posibilitó un amanecer misionero y dio paso a nuevas comprensiones para las comunidades cristianas presentes en todos los continentes, definió una ruta diferente –renovadora e innovadora– en el modo como los seguidores de Jesucristo continuarían asimilando, profundizando y viviendo el legado de su maestro.

Por eso, teniendo en cuenta el camino de los cristianos en estos veintiún siglos y constatando el innegable cambio de época al que en este momento se enfrenta la humanidad, surge esta reflexión con el deseo de proponer y alentar hacia un paradigma misionero que responda convenientemente a los actuales desafíos para las comunidades cristianas. 

La Iglesia, como pueblo de Dios, tiene un compromiso insoslayable frente a las actuales condiciones: ser portadora de la esperanza, dar sentido a la existencia, alentar el camino de la humanidad, cuidar y dignificar la creación, presentar el contenido siempre actual de la revelación y ser continuadora de la obra redentora y proyectarla a través de los tiempos hasta la recapitulación de todas las cosas en Cristo. 

El argumento teórico del texto que se presenta tiene su fundamentación en los contenidos y perspectivas proyectadas por el Concilio Vaticano II y toda las posteriores elaboraciones impulsadas por este emblemático acontecimiento, que ha brindado a la Iglesia católica un saludable, benéfico y apropiado aggiornamento y que aún está en etapa de crecimiento y comprensión.

 

El Espíritu Santo, protagonista de la misión eclesial 

El Espíritu Santo, agente principal de la misión, es la fuerza que ha renovado constantemente a la comunidad eclesial impulsándola en el cumplimiento de su tarea esencial: «vayan al mundo entero y proclamen la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,15). La realidad visible de la Iglesia, enmarcada en las coordenadas espacio-temporales del «aquí y el ahora», realiza una tarea que trasciende sus propios límites, el Espíritu Santo es quien le da vida y la sostiene, Él garantiza su existencia y la renueva; así lo indicó el Concilio Vaticano II: 

Y para que nos renováramos incesantemente en Él (cf. Ef 4,23), nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano. 

El Espíritu Santo impulsa esta tarea renovadora: limpia, mueve, cambia. Y, en ocasiones, también invita retornar a Galilea (cf. Mt 28,10). El Espíritu actúa como el viento «que sopla donde quiere, y podemos escuchar su voz, pero no sabemos de dónde viene ni a donde va» (cf. Jn 3,8).

 

El siglo XX y el inicio de un nuevo paradigma 

En los últimos 100 años de la historia de la Iglesia hemos asistido a un proceso de transformación significativo, útil y necesario respecto a la comprensión de la tarea misionera que la comunidad de bautizados, creyentes en Jesucristo, realizan a través de su presencia en las realidades y acontecimientos de la historia humana.

Desde inicios del pasado siglo, después del turbulento acontecimiento de la primera guerra mundial, el Espíritu Santo vivificó de tal manera la Iglesia que con toda razón el siglo XX ha sido denominado El Siglo de las Misiones. El 30 de noviembre de 1919, el Papa Benedicto XV presenta la Carta Apostólica Maximum Illud con la que recuerda a la Iglesia su «grande y santísima misión», expuesta en la tarea que Jesús confía a sus discípulos, y que efectivamente ella está invitada a perpetuar hasta el final de los tiempos. Un mensaje que sacudió la conciencia misionera sobre todo de los obispos a quienes directamente el Papa escribía. 

Pocos años más tarde, el 6 de febrero de 1922, llega un nuevo Obispo a Roma, quien toma el nombre de Pío XI, un grande Papa, profeta y visionario, que será llamado precisamente “el Papa de las Misiones”. Tres meses después de su elección, el 3 de mayo de 1922, mediante el motu proprio Romanorum Pontificum, eleva a la categoría de Pontificias las Obras Misionales, el 21 de diciembre de 1924 inaugura la mayor y más importante exposición misional que ha hecho evidente la presencia y el servicio de la Iglesia en los cinco continentes, el 28 de febrero de 1926 publica la célebre encíclica sobre las misiones Rerum Ecclesiae. Y, como un gran fruto de este camino de preparación misionera, el 28 de octubre de 1926 consagra a seis Obispos chinos, acontecimiento que atrajo la atención del mundo, porque desde el siglo XVII China no había tenido ningún Obispo a parte de Mons. Gregorio Lo Wan-tsao quien fue nombrado Vicario Apostólico de Nankín en 1674 y consagrado en Catón el 8 de abril de 1685, desde aquel momento no se había dado continuidad a la sucesión apostólica para la Iglesia en China. Ahora, Pío XI hacía brillar una nueva luz de esperanza para este importante país y en general para todo el continente Asiático.

Más adelante, en el concierto de estos acontecimientos providenciales, se lleva a cabo el Concilio Vaticano II que, entre todos los momentos eclesiales, puede ser considerado el impulso más importante de aggiornamento, de un auténtico cambio de paradigma. De hecho, después de 55 años de haberse celebrado, este empuje del Espíritu continúa moviéndonos. 

Sin embargo, aún estamos en los albores de una tarea de renovación que Dios inspiró en el corazón del Papa Juan XXIII, quien sorprendió a la Iglesia y al mundo convocando un Concilio que, en aquel momento histórico, pudo haber sido un huracán perturbador, pero realmente lo que viene de Dios nunca hace daño. Y, seguramente, era necesario que el viento entrara con fuerza para que refrescara, despertara, moviera y cambiara. El mismo Cardenal Henri de Lubac, quien participó en las reflexiones del Vaticano II, expresó: «a medida que los trabajos del Concilio se desarrollaban, yo presentía que venía la catástrofe». De hecho, todo proceso de renovación causa preocupación, temor, incertidumbre, pero siempre será necesario abrir las ventanas para dejar pasar aire fresco, para que entre la vida. 

Entre los aportes innovadores del Concilio, se encuentra un cambio de lenguaje. Los conceptos de «Pastoral y Misión» comienzan a entenderse de manera diferente. Hasta el momento, eran dos términos que se manifestaban –tanto en la teoría como en la práctica– por separado. La pastoral propendía por la acción al interno de la Iglesia, sobre todo en la actividad propia del pastor; la misión se proyectaba como aquella experiencia de salida hacia países no cristianos con el fin de cristianizarlos. Después de 1965 estos dos términos no continúan caminando diversamente, ambos se integran al concepto de misión o, como indicó Pablo VI, al concepto de evangelización

De la misma manera que la misión define la esencia de la Iglesia, así también la misión define la pastoral. La realidad primaria y absoluta es la misión. La pastoral es aquel tipo de actividad concreta de la Iglesia que se presenta como servicio a la misión. Es la pastoral que viene leída y juzgada a la luz de la misión y no al contrario; en palabras del Papa Francisco, «el paradigma de toda obra de la Iglesia es efectivamente la misión». Por su parte, el Concilio afirmó: «la Iglesia peregrinante por su naturaleza es misionera». 

En este sentido, Congar, uno de los grandes misionólogos del Vaticano II, ha indicado: 

Nuestra época –de veloces transformaciones, de cambio cultural– exige una conversión de formas “tradicionales” que va más allá de los planes de adaptación o de “aggiornamento,” y que supone, más bien, una nueva creación. No es suficiente conservar los planes que se han tenido hasta ahora o, adaptarlos; es necesario construir uno nuevo. 

El Concilio ha dado esta apertura para iniciar una nueva marcha con importantes contribuciones; por ejemplo, el Sínodo de los Obispos de 1974, la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (1975), la encíclica Redemptoris Missio (1990) y, cómo no mencionar también, las consideraciones presentadas por la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Medellín (Colombia) en 1968. Estos acontecimientos han sido pasos significativos y decisivos en esta nueva senda eclesial. Sobre todo, la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi fortalece esta reflexión y cambio de paradigma. Pablo VI inicia indicando que ninguna definición parcial y fragmentaria refleja la realidad total de la evangelización. Es un gran reto para la Iglesia abarcar todos los elementos esenciales que comprende el anuncio del Evangelio. El mismo Pontífice afirmaba que los elementos de los cuales debe impregnarse el Evangelio y que el Sínodo de Obispos había subrayado (despertar de las Iglesias particulares, la indigenización, la liberación humana, la formación de pequeñas comunidades, etc.) están situados en la misma línea del Concilio Vaticano II, sobre todo en Lumen Gentium, Gaudium et Spes y Ad Gentes. 

En este sentido, acogiendo el concepto de evangelización, que ofrece una nueva compresión del termino misión –en contraposición a la reflexión preconciliar–, Pablo VI indicaba: 

Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: «He aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21, 5; cf. 2 Cor 5, 17; Gal 6, 15). Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar hombres nuevos con la novedad del bautismo (cf. Rom 6, 4) y de la vida según el Evangelio (cf. Ef 4, 23-24; Col 3, 9-10). La finalidad de la evangelización es por consiguiente este cambio interior y, si hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería decir que la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del Mensaje que proclama (cf. Rom 1, 16; 1 Cor 1, 18; 2, 4), trata de convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos.

En efecto, como ha indicado el Papa Francisco, Evangelii Nuntiandi, testamento pastoral del grande Pablo VI, continúa siendo el documento postconciliar más importante, que no ha sido hasta el momento superado; es el resultado de un verdadero καιρός, de un momento especial en que el Señor ha actuado, ha hablado y ha sido escuchado por sus discípulos. 

En este contexto, la Iglesia asume una tarea con rostro nuevo y con un enorme reto; esta invitada a aceptar que en muchas ocasiones no ha realizado la tarea debidamente como le ha confiado el Señor, se ha equivocado, ha causado escándalo. Quizás, como Judas, ha “traicionado al Maestro persiguiendo honores y prebendas humanas” (cf. Mt 26, 14-16; Mc 14, 10-11; Lc 22, 1-6) o como Pedro, ha tenido miedo del martirio y lo ha negado (cf. Mt 26, 69-75; Mc 14, 66-72; Lc 22, 54-62; Jn 18, 17.25-27), pero Dios nunca se cansa de amar y perdonar. Por eso, en este proceso de renovación es importante comprender como San Pablo que la fuerza se realiza en la debilidad (cf. 2Cor 12, 7-10). La Iglesia, entonces, que no existe por sí misma, que no es dueña de la luz, sino que es canal del cual Dios se vale para transmitir su luz a la humanidad, tiene siempre oportunidad de cambiar, de transformarse, de ser mejor. Y, este es el camino que ha venido recorriendo a la luz del Concilio Vaticano II. 

Después de Evangelii Nuntiandi, el Papa Juan Pablo II con la encíclica Redemptoris Missio ofrece otro impulso importante que presenta la apertura de la Iglesia a un diálogo cercano, integral y sincero con el mundo. Esta encíclica promulgada el 7 de diciembre de 1990, exactamente veinticinco años después del Concilio, viene a ser otro gran paso en la perspectiva misionera que continúa dando fuerza y vida a las conclusiones que aquel acontecimiento conciliar ha dejado, especialmente al Decreto Ad Gentes y a la exhortación apostólica de Pablo VI.

Redemptoris Missio enfatiza en la renovación de la fe y de la vida cristiana. Indica que la misión renueva la Iglesia, vigoriza la fe y la identidad cristiana, ofrece nuevos entusiasmos y motivaciones. De hecho, «la fe se refuerza donándola! La nueva evangelización de los pueblos cristianos encontrará inspiración y apoyo en el empeño por la misión universal».

Estos acontecimientos suscitados por el Espíritu Santo en el transcurso del pasado siglo no pueden ser enmarcados como sucesos aislados; son grandes pasos que han señalado una nueva época misionera en la Iglesia y que han preparado también lo que en este siglo XXI hemos comenzado a vivir. 

 

El siglo XXI, un nuevo paso en la transformación  

Después de un Pontificado transitorio de Benedicto XVI – difícil y turbulento por la ola de escándalos al interno de la Iglesia y la crisis global a nivel económico, político, social, científico y filosófico–, en el segundo decenio del Siglo XXI, un nuevo pontífice venido de América Latina ha continuado con esta perspectiva de renovación. Revestido con el mismo nombre de aquel gran renovador de comienzos del siglo XIII –San Francisco de Asís, que con su testimonio de pobreza y santidad sacudió las estructuras eclesiales para invitarlas a volver su mirada sobre lo que es centro de su competencia: El Evangelio–, el Papa Francisco alienta insistentemente a continuar en este empeño misionero. Precisamente, en su primera exhortación apostólica, que se podría indicar como la marca de su deseo renovador, indica: 

Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad. 

Ciertamente, esta perspectiva de Francisco, viene alimentada por el camino que ha hecho la Iglesia en América Latina, consciente de la necesidad de orientar el anuncio del Evangelio sobre la realidad propia de los pueblos que viven la pobreza, la opresión, la violencia, la exclusión, el desplazamiento, el secuestro, el mismo dolor de aquellos israelitas oprimidos por el poder del faraón y en los cuales Dios ha suscitado caminos de liberación (cf. Ex 2, 23-25). 

 

2020 y una nueva perspectiva global 

En ningún otro momento histórico hemos presenciado la irrupción del fenómeno global tan fuertemente presente como lo constatamos en el último año de la segunda década de este siglo XXI. Ciertamente, después del lamentable suceso de la segunda guerra mundial surgieron grandes avances relacionados con la globalización; sobre todo, aquellos que tenían que ver con los nuevos sistemas informáticos desarrollados en primer lugar por Alemania, continuados y perfeccionados después por los Estados Unidos. Sin embargo, la llegada del COVID–19 cambió por completo la estructura del mundo y sin lugar a dudas generará una nueva era global. 

Así como la “peste negra,” en la mitad del siglo XIV (1347 – 1350), fue un terremoto que ayudó a despertar la sociedad medieval y creó condiciones para la llegada del renacimiento, de la misma manera la pandemia que venimos afrontando desde finales del 2019, durante todo el año 2020 y ahora, a inicios de esta tercera década del siglo XXI, es una dolorosa tormenta que abrirá nuevos temas, espacios y orientaciones en las dimensiones de todas las sociedades y, por su puesto, en el camino de reflexión teológica y de acción misionera de la comunidad eclesial. De hecho, el Papa Francisco, el 27 de marzo de 2020, durante el momento extraordinario de oración en tiempos de pandemia celebrado en el Atrio de la Basílica de San Pedro, en su mensaje reflexivo indicó:

La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. 

En estas palabras, el Papa está mostrando también un nuevo camino. Frente a esta realidad que ha desconcertado y continúa generando incertidumbre, todos podríamos prepararnos para dejarnos renovar; porque las seguridades que creíamos tener se han desboronado.

La globalización había ido avanzando vertiginosamente, nos estábamos acomodando a una vida tecnológica, a eficaces medios de transporte, alentábamos el consumismo y poco a poco la humanidad se iba adormilando en las fantasías del materialismo y el neoliberalismo, pero la virtud ética que daría equilibrio a los seres humanos y al planeta, nuestra casa común, estaba desapareciendo de las conciencias. 

En efecto, la globalización y la ética no deberían caminar por separado, éstas son dos realidades que se conectan mutuamente. Es difícil asumir que por un lado caminen los desarrollos técnicos, económicos, comerciales, educativos o de infraestructura y por otro lado se orienten el bienestar o buen vivir, lo que es objetivamente bueno o malo respecto a la conducta humana o aquello que tiene implicaciones directas en la consecución de la felicidad. De hecho, todo está relacionado. Los avances de la ciencia y la técnica ciertamente pretenden también el bienestar humano, el problema surge cuando este bienestar no se busca en términos de globalidad, sino en “particularismos”; es decir, cuando el bien particular predomina sobre el bien común, cuando la felicidad no se busca para todos, sino para unos pocos. Esto es lo que la pandemia ha mostrado a la humanidad: un grande desequilibrio entre globalización y ética.

En esta sociedad global ninguna nación, pueblo o cultura concreta vive de manera aislada sin que sea afectado por lo externo; al contrario, absolutamente todo nos afecta a todos. Grande ignorancia del neoliberalismo pensar sólo en las ganancias del mercado y en el rédito económico y olvidar que de nada vale un país estable económicamente pero con grandes riesgos ecológicos. El calentamiento global, la carencia de agua, la contaminación del aire, el aumento del nivel del mar, etc. no son problemas que se resuelven en las bolsas de valores.

Venimos enfrentado a nivel global la rápida expansión del COVID–19, una situación que parecía, en principio, afectar únicamente a la China, en poco tiempo terminó convirtiéndose en una pandemia; por ejemplo, la Patagonia, ubicada en el extremo sur del cono sur del continente americano, una región a 19.112 km de distancia de la China también se ha visto amenazada y en grande peligro por la propagación del virus. Y, las grandes potencias económicas, con todo su capital financiero, han sido fuertemente golpeadas, difícilmente han podido frenar esta crisis de salubridad; al contrario, ahora también la economía mundial entra en crisis.

Hemos descubierto, entonces, que ningún ser humano puede sentirse seguro por sí mismo, aunque lamentablemente aún la desigualdad social ha hecho que unos grupos quizás tengan algunas posibilidades de ventaja frente a otros, como el hecho de vivir en un lugar aislado o de poderse abastecer de alimentos más que otros, la realidad es que ni siquiera estas seguridades materiales logran dar una tranquilidad total. En definitiva, todos dependemos de todos, nadie ha sido inmune al virus por sí solo, para combatirlo se ha requerido unidad y preocupación de todos por todos, no sólo uno, sino todos. La salud del que posee más recursos económicos se ve también amenazada de la misma manera de aquel que vive en la miseria, el cuidado personal depende también del cuidado social.

Al respecto, el Papa Francisco ya desde el año 2013, reflexionando sobre esta problemática de relación entre los seres humanos, durante su primer viaje oficial realizado a la isla Lampedusa, en donde se encontró con 50 inmigrantes africanos, invitó a despertar las conciencias, a no ser insensibles frente a los gritos de los otros. Recordó la pregunta que Dios hace a Caín: ¿dónde está tu hermano? (cf. Gn 4,9); sobre este punto, llamó la atención cómo el mundo ha perdido el sentido por la responsabilidad fraterna, lo que indicó como “globalización de la indiferencia”, que trae consigo trágicas consecuencias.

En medio de la marcada actitud de indiferencia ante el sufrimiento, no podemos negar que la pandemia nos ha despertado, surgen de todos los rincones del mundo deseos de cambio. Se va generando, al menos por ahora teóricamente, una conciencia común que existe una armonía natural en la cual todo está interconectado, no solamente entre las personas, sino también entre éstas y el medio ambiente, el cosmos en su totalidad. En la medida que exista el agua, también las personas pueden existir, en la medida que haya aire puro que posibilite la respiración también otros seres vivos podrán existir, en la medida en que se disminuya el calentamiento global se podrán frenar inundaciones, pandemias, la desaparición de muchas especies animales y, ciertamente, la muerte temprana de muchos seres humanos. En consecuencia, la expresión del teólogo y filósofo keniano Mbiti: «I am because we are and, since we are, then I am», resuena ahora y seguirá resonando cada vez más fuerte en muchas conciencias.

Los seres humanos iremos entendiendo que la realidad global no se puede fragmentar. La vida terrena y, porque no indicarlo también en coordenadas más amplias, el universo mismo, es un eslabón unido por un número infinito de posibilidades en que el afianzamiento de la diversidad y su más plena estructuración se dan paradójicamente en la medida en que se comprenden como un “uno” estrechamente ligado.

 

¿Cómo entonces podrían las comunidades cristianas responder frente a este momento histórico? 

Un nuevo enfoque misionero tienen los creyentes en Cristo motivados por tiempos nuevos, que exigen mayor compromiso y una auténtica respuesta de fe. La primera actitud de los cristiano debe ser la esperanza, ellos son portadores de la Buena Nueva, de la alegría de la Resurrección. 

En segundo lugar, esta época de grandes retos y de “incertidumbre” no puede convertir a los cristianos en espectadores de la escena mundial; al contrario, su rol es protagónico, la fe los compromete frente a la grandiosa obra de la vida humana, ecológica y cósmica. Sus palabras y acciones no sólo son importantes sino urgentes. Empezar a construir un futuro con valores que conduzcan a la felicidad compartida es el reto de todas las comunidades cristianas. Anunciar a Jesucristo con actos de fe, de esperanza y caridad es el camino de los cristianos hoy. 

El testimonio de la unidad, de la comunión fraterna, de la solidaridad, es el signo eficaz y el desafío impostergable para los creyentes. El Papa Francisco indicaba el peligro que nos ataque un virus peor, aquel del “egoísmo indiferente” cuando se piensa en sí mismo, cuando la realidad se lee sólo desde la limitada visión personal, así lo expresaba:

pensar que la vida mejora si me va mejor a mí, que todo irá bien si me va bien a mí. Se parte de esa idea y se sigue hasta llegar a seleccionar a las personas, descartar a los pobres e inmolar en el altar del progreso al que se queda atrás. Pero esta pandemia nos recuerda que no hay diferencias ni fronteras entre los que sufren: todos somos frágiles, iguales y valiosos. Que lo que está pasando nos sacuda por dentro. Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad. Aprendamos de la primera comunidad cristiana, que se describe en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Había recibido misericordia y vivía con misericordia: «Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2, 44-45). No es ideología, es cristianismo. 

Así, pues, a la Iglesia se le presenta una ruta concreta, una nueva manera de reflexionar y vivir el misterio de la fe, este proceso lo podríamos llamar teología práctica o como lo ha indicado Felix Wilfred “teología pública.” Un nuevo paradigma como respuesta a los desafíos concretos de las Iglesias locales y, ahora, con mayor razón, como respuesta a este reto global que cada comunidad eclesial, desde las condiciones propias y diversas, continúe asumiendo. 

Renovación e innovación serían las marcas fundamentales de este enfoque que une la praxis con la teoría; de hecho, el punto de partida para reflexionar la fe vienen a ser la revelación cimentada en la Sagrada Escritura y en la propia experiencia de vida de las comunidades cristinas. Los pobres, los migrantes, los enfermos, los que más sufren en la sociedad serían quienes marquen el sendero a recorrer. Este es el sentido de “una Iglesia pobre para los pobres”, los Anawin, los pobres de Yahvéh, a semejanza de los israelitas en el exilio, ellos son quienes tendrán la autoridad para hablar desde su propia experiencia, desde una realidad que no requiere mayor teoría sino la expresión libre y sincera de la fe, la esperanza y la caridad (cf. Mt 25, 31-46).

Entonces, el desafío que nos compete como Iglesia, como pueblo de Dios, es inmenso; ya lo indicaba Juan Pablo I, quien en sólo 33 días de pontificado enseñó con vehemencia una ruta concreta para la Iglesia, en su última audiencia general, citando a su antecesor Pablo VI, afirmó: 

Todos recordamos las graves palabras del Papa Pablo VI: «Con lastimera voz los pueblos hambrientos interpelan a los que abundan en riquezas. Y la Iglesia, conmovida ante tales gritos de angustia, llama a todos y cada uno de los hombres para que movidos por amor respondan finalmente al clamor de los hermanos» (Populorum progressio, 3). Aquí a la caridad se añade la justicia, porque —sigue diciendo Pablo VI— «la propiedad privada para nadie constituye un derecho incondicional y absoluto. Nadie puede reservarse para uso exclusivo suyo lo que de la propia necesidad le sobra, en tanto que a los demás falta lo necesario» (Populorum progressio, 22). Por consiguiente «toda carrera aniquiladora de armamentos resulta un escándalo intolerable» (Populorum progressio, 53).

A la luz de estas expresiones tan fuertes se ve cuán lejanos estamos todavía —individuos y pueblos— de amar a los demás «como a nosotros mismos», según el mandamiento de Jesús. 

Este sería el primer paso de transformación eclesial, no sólo escribir una teología de la fe, la esperanza y la caridad; sino también ponerla en marcha, hacer presente el Reino de Dios, que se traduce en la justicia, la equidad, el servicio, la humildad, la reconciliación, la paz, etc. Así lo indica la carta del Apóstol Santiago: «Muéstrame tu fe sin obras y yo te mostraré por las obras mi fe» (St 2, 18). 

 

A manera de conclusión: el camino hacia un nuevo paradigma misionero 

Después de celebrarse la CX Asamblea Plenaria del Episcopado Colombiano, que se realizó de manera virtual del 6 al 8 de julio de 2020, los obispos de este país de América Latina, redactaron un mensaje titulado: Para superar todas las pandemias: esperanza, compromiso y unidad, del que vale la pena apoyarnos para concluir este camino de perspectivas hacia un nuevo paradigma misionero para la Iglesia universal; porque precisamente los prelados de esta región del continente americano «creen en la posibilidad de transformar este momento difícil y complejo en la oportunidad de construir algo nuevo y mejor para todos».

Los obispos colombianos inician invitando a abrazar la fe en Dios, resaltan la presencia del Creador en la historia y su intervención constante que da vida e ilumina la existencia del hombre; seguidamente, presentan la virtud de la esperanza como un paso que posibilitaría emprender un proceso transformador, que proyecte hacia un futuro mejor para todos; después enfatizan en la unidad, porque «la gravedad de la situación que afronta la humanidad no se puede permitir egoísmos y polarizaciones, ni búsquedas mezquinas e intereses individuales»; llaman también a la solidaridad porque «si la pandemia pide un distanciamiento físico, al mismo tiempo reclama la mayor cercanía de interés y de ayuda efectiva ante las necesidades que viven los demás»; promueven la equidad como esfuerzo necesario para eliminar todo rasgo de desigualdades aún fuertemente presentes en las sociedades y en las culturas; convocan a la reconciliación y la paz, a la consolidación de la ética y el bien común, al fortalecimiento y acompañamiento de la familia y al cuidado de la casa común que se traduce en la preocupación por el medio ambiente y la correcta administración de los recursos naturales, que son signos vivos de la mano creadora de Dios y de su presencia en el mundo.

En definitiva, la renovación viene dada, como ya lo ha presentado Karl Rahner, desde una antropología – trascendental; es decir, acudimos hoy a una pastoral misionera con rostro nuevo, con un Kerygma acorde a las necesidades de las nuevas generaciones, con procesos de iniciación cristiana que profundicen el misterio de Dios confrontándolo con la vida de quienes reciben los sacramentos, con un mayor acercamiento a los jóvenes en sus lenguajes interpretando sus anhelos, sus diversas formas de ver y confrontarse con la realidad, con una pastoral misionera en la que se brinde espacio a todos y se dialogue con todos, con una reforma en la vida litúrgica, sobre todo que la Eucaristía se viva y se celebre realmente como «la fuente y cumbre de toda la vida cristiana», con nuevos métodos de evangelización que hablen al hombre de hoy, que se tenga en cuenta el uso de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación que son fundamentales para llevar adelante la tarea del anuncio de la Buena Nueva, así como también la atención y uso de las tecnologías convergentes como son la biotecnología, la nanotecnología y el uso de las redes virtuales que se convierten en un nuevo areópago misionero del que las comunidades cristianas no pueden estar al margen.

La proyección pastoral ha de estar enfocada, entonces, sobre el nuevo paradigma de “Iglesia en salida” que vaya al encuentro con las familias, que salga de la “sacristía” para ir a cada hogar, para ir en busca de los alejados, de los pobres, de los ancianos y enfermos que son la prioridad en este desafío pastoral y, por su puesto, en el centro, la Missio Ad Gentes que no puede ser solo el punto conclusivo del esfuerzo pastoral, sino su constante horizonte y su paradigma por excelencia. 

Este cambio de enfoque esta marcado también por el don de la profecía; como ha indicado el Papa Francisco, el mundo de hoy pide cristianos profetas que den testimonio que es posible vivir el Evangelio, así explica el Papa este camino profético: 

Se necesitan vidas que manifiesten el milagro del amor de Dios; no el poder, sino la coherencia; no las palabras, sino la oración; no las declamaciones, sino el servicio. ¿Quieres una Iglesia profética? Comienza con servir, y calla. No la teoría, sino el testimonio. No necesitamos ser ricos, sino amar a los pobres; no ganar para nuestro beneficio, sino gastarnos por los demás; no necesitamos la aprobación del mundo, el estar bien con todos ―nosotros decimos “estar bien con Dios y con el diablo”, quedar bien con todos― no, esto no es profecía. sino que necesitamos la alegría del mundo venidero; no aquellos proyectos pastorales que parecerían tener en sí mismo su propia eficiencia, como si fuesen sacramentos; proyectos pastorales eficiente, no, sino que necesitamos pastores que entregan su vida como enamorados de Dios.

La Iglesia, entonces, enfrenta en estos tiempos contemporáneos, como ha indicado David Bosch, un mundo diferente, una nueva ruta de vida para la humanidad y esto exige un nuevo entendimiento de la misión, así lo describe Bosch: 

Vivimos en un período de transición, en el límite entre un paradigma que no satisface y otro que aún, en gran parte, es amorfo y opaco. Un período de cambio paradigmático es, por naturaleza, un tiempo de crisis y debemos recordar que la crisis es el punto donde se encuentran el peligro y la oportunidad (Koyama). Es un tiempo en el que varias «respuestas» nos acosan y muchas voces claman para ganar nuestra atención […] La misión hoy tiene que ser comprendida e implementada de manera nueva e imaginativa. En palabras de Juan XXIII pronunciadas en 1963, poco antes de su muerte: «el mundo de hoy, las necesidades esclarecidas en los últimos cincuenta años y un entendimiento más profundo de la doctrina nos han traído a una nueva situación… No es que el Evangelio haya cambiado; es que hemos empezado a comprenderlo mejor» […] Estos significa que tanto las fuerzas centrífugas como las centrípetas en el paradigma emergente –diversidad versus unidad, divergencia versus integración, pluralismo versus holismo– tendrán que ser tomadas en cuenta en todo el proceso. Una noción crítica en este sentido será la de tensión creativa: únicamente en el marco de este campo de fuerzas de aparentes opuestos empezaremos a aproximarnos a una manera de hacer teología que sea significativa para nuestra propia época.

Qué gran desafío, que gran reto para las comunidades cristianas de hoy de cara a este cambio epocal. Nuevos caminos nos esperan y la oportunidad de aprovechar las circunstancias para proyectar con más fuerza la tarea de la misión está en las manos de cada bautizado, de cada comunidad cristiana. Entonces, que no haya miedo a la conversión y renovación constante, ¡Dejémonos transformar por el Señor! Cristo, que es «Camino, Verdad y Vida» (Jn 14,5) continuará siendo el principio y el fin, el Señor de la historia, del tiempo y del espacio. Él hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21,5ss.). 

 

(We are thankful to the author for sharing this article with SEDOS; an English version of the article can be found on the SEDOS website in a while.)

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